Un frío hola, sin mirarme a los ojos, que me hace pensar lo que ya sabía. Sin embargo, cruzamos alguna mirada, algún gesto amable. Los dos sabemos que hay mucho que callar, pero ese magnetismo no llega a ser complicidad. Te interesa mi posición, y te aprovechas; lo sé, pero a mí me gusta poder darte lo que buscas. Sin ser ya camarera, te sirvo lo que me pides. Algo cambia, compartes conmigo lo que sólo debería ser para ti, y a veces me rozas, o me das la mano. Busco la causa de esa cercanía y no la encuentro, porque ya sé que no hay complicidad, ni la va a haber. Sin embargo noto cómo miras mi cuerpo, que no para de bailar, cómo me buscas cuando me alejo. Y cuando creo que estoy perdiendo los principios que me impuse de no seguirte, de no buscarte, de no volver a mirarte, juegas conmigo. Y jugando a la Cenicienta, probándome unos zapatos de tacón que no son míos, me acaricias un pie y me encuentras, pero no soy la dueña de ese zapatito, y lo sabes; me coges de la mano y sigues jugando, como siempre lo has hecho; o más bien, como nunca lo hiciste. Se acaba la música, y cuando pienso que no voy a volver a verte, que volverás a desaparecer como desapareciste aquella mañana de mi casa, tras dos besos parecidos a los de hoy, entrecortados, sin voluntad, pero reales, vuelvo a verte solo, con esa camiseta roja que te hace estar así, así... así de lejos.
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