Porque odio que tus ojos sean tan verdes como los míos, y porque odio aún más que no me miren siempre. Porque odio no encontrarlos cada instante sobre mí, ni sorprenderlos repentinamente, mientras te bates en retirada. Porque odio que seas tan diferente a mi, y sin embargo, me gustes.
Esta noche, la última, te miraba dormir, lejos, y pensaba en cuál sería tu reacción si me hubiese metido en tu cama. Me faltan cojones, pero no tantos como a ti; anteanoche te abracé durmiendo, y te sumergiste en mi abrazo sin saberlo. Te supe mío un instante, pero enseguida te solté... me dió vergüenza despertarte. Sin embargo, ayer, jugué con tus pecas, y con tus rizos; no sé quien empezó, pero mi sorpresa fue ver que tú seguías. Un dedo, la mano, una caricia en el hombro, eterna en su brevedad. La marea subiendo, y el cielo cayendo sobre nosotros. Abrir los ojos, y las estrellas adheriendo la sal en nuestra piel. Palabras que no existen en una tregua imposible, la que nos hemos concedido. Tu calma y mis nervios en la barriga. Te odio, porque es más fácil que decir te quiero.