dijous, 21 de febrer del 2008

Omaggio

Cuando entra una estudiante en una biblioteca, aquellos que están sentados de cara a la puerta, levantan la cabeza. Los que están de espaldas, se girarán según la cara que pongan los que tienen enfrente. Parece que cualquier razón es buena para levantar la mirada de los apuntes. Si entra una chica alta, delgada, con falda, botas y raya negra en los ojos, los hombres la mirarán con atención, alguna mujer la mirará con desprecio porque llama la atención que ella no llama; otras, la consideraran exagerada por ir así a estudiar, y el resto, volverá, desinteresada, a los apuntes. Si entra una persona con hemiplejía, es decir, con la mitad de su cuerpo paralizada por una patología que afecta al cerebro o la espina dorsal, que en el mejor de los casos, produce repetidos espasmos en la zona afectada, toda la biblioteca la mirará atentamente, intentando que no se note mucho que está mirando, aunque en realidad, es imposible ser discreto, porque no eres tú solo, sino que está toda la biblioteca mirando, observando y pensando a cerca de esa persona. Generalmente no hay mucha crueldad, no son miradas de burla, ni de rechazo. Son miradas que piensan en cómo debe sentirse un joven de unos 24 años, que, por alguna razón, no puede moverse con normalidad, teniendo la necesidad de llevar consigo un bastón, o una muleta, que le ayude a mantener el equilibrio del que su cuerpo carece. Esa persona sabe que está siendo observada, y seguramente por ello, sus movimientos sean más torpes, más inseguros. Hay demasiadas expectativas en juego. Va bien vestido, bien peinado, bien afeitado; claro -pensamos todos- tiene que cuidar su aspecto para no llamar más aún la atención. Tiene un paso lento pero decidio, él es el único que no teme a nada. Ya sabe lo que es vivir con una pierna a rastras. "Pobrecillo" -pensamos todos-, como si fuera motivo de vergüenza el hecho de tener un problema de movilidad. Tememos tanto aquello que se aleja de la relativa normalidad, que llegamos a ver a este chico con vergüenza ajena, sin pensar que todos podríamos ser así. Observado, juzgado y, muchas veces, discriminado, por no poder mover las manos con la coordinación con la que te gustaría, por no poder caminar recto, como el resto, por no poder abrir la mochila en dos segundos, ni poder mirar al que tienes sentado frente a ti sin saber que cuando levantes la mirada, el otra la va a apartar.